
Durante décadas, la figura de Albert Einstein ha sido representada casi exclusivamente entre pizarras y ecuaciones. Su rostro, de cejas espesas y cabellera desordenada, se ha convertido en sinónimo de genialidad científica. Sin embargo, hay una parte de su vida que permanecía en un segundo plano, casi olvidada: su íntima relación con la música y, más concretamente, con el violín. Lo que pocos esperaban es que uno de esos instrumentos, aparentemente extraviado, resurgiera con fuerza casi un siglo después, desatando no solo una puja millonaria, sino también una revisión emocional y cultural de la vida del físico más influyente del siglo XX.
Por: Muy interesante
Un violín entre ecuaciones
Albert Einstein no solo tocaba el violín: lo consideraba una parte esencial de su vida. Desde muy joven, la música fue un refugio personal y un espacio de pensamiento creativo. Su madre, pianista aficionada, lo introdujo en el mundo musical cuando apenas era un niño. A pesar de un inicio titubeante con el violín, fue el descubrimiento de Mozart lo que cambió por completo su relación con el instrumento. Desde entonces, el violín se convirtió en una prolongación de su personalidad, al punto que aseguraba que sus mejores ideas surgían no ante una hoja en blanco, sino mientras tocaba.
Uno de esos violines, fabricado en 1894 en Múnich, lo acompañó durante uno de los periodos más intensos de su carrera: los años en los que formuló la teoría de la relatividad y recibió el Premio Nobel. Se trataba de un instrumento sencillo, sin aspiraciones de virtuosismo, pero con un enorme valor simbólico. Fue su compañero silencioso en momentos clave, su alivio mental tras sesiones de cálculo extenuantes, y el vehículo a través del cual canalizaba emociones que no siempre podía expresar con palabras.
El rastro del instrumento
La historia del violín se difuminó durante décadas. En 1932, ante el creciente antisemitismo en Alemania, Einstein decidió abandonar el país. Antes de partir, entregó varios objetos personales a un amigo cercano y colega científico, Max von Laue, también laureado con el Nobel. Entre ellos estaban su primer violín, una bicicleta y un libro de filosofía. Ese gesto aparentemente anecdótico marcó el inicio de una cadena de custodios que mantuvieron el instrumento alejado de los focos, como si fuera un tesoro familiar sin explotar.
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